
Blog Con-Secuencias
Diario Clarín, Buenos Aires
12 de agosto de 2009
Coleccionistas Obsesivos, ¡el cielo es el límite!
Alfredo Rosso
un disco nunca fue un objeto que llegaba a tus manos simplemente como resultado de una transacción comercial: siempre es un talismán mágico, un pasaporte al aura de otras personas que le aportan color a tu vida, una ventana abierta a su mundo, que en cierta manera es también el tuyo, visto desde otra óptica. Y como esos cuentos que nos contaban de chicos antes de dormir, o como esas series de superhéroes de las que no queríamos perder ningún capítulo, lo mismo nos sucedió con los artistas que admiramos. Después de “Por Favor Yo” (con mala traducción y todo…) quisimos tener “Con Los Beatles” y “Yeah Yeah Yeah – Anochecer de un Día Agitado” y “Beatles For Sale” y “¡Socorro!” y “Rubber Soul” y así hasta “Let It Be”. Y eso que se daba con los Beatles a otros les pasó con Led Zeppelin, con Los Piojos, con Pink Floyd, con los Redonditos… La cuestión que está detrás de cada compra compulsiva no es meramente el completismo, sino la curiosidad, la capacidad de asombro que quiere seguir ensanchándose: ¿Qué nuevas historias tienen para mí? ¿Qué nuevos comentarios sobre la vida de gente como yo, sobre el mundo en el que vivo, sobre las cosas que me gustaría cambiar, sobre las cosas que me gustaría que sigan siendo así? ¿Qué nuevos sonidos y éxtasis invictos me depararán?
Pero esa, claro está, es la parte más obvia del coleccionismo: querer tener todos los discos de un artista determinado, que es como querer tener todas las novelas de determinado autor o ver todas las películas de determinado director. La siguiente fase es pregutarnos ¿cuándo se pasa a ser un coleccionista sin remedio? Bueno, algunas pistas: cuando uno decide comprar ese single cuyo lado A está en el álbum que ya tenemos, ¡pero tiene un lado B inédito!. O tiene funda ilustrada. O tiene un comentario especial y único. O todas esas cosas a la vez. O cuando uno comprueba que, de un mismo tema, hay versiones diferentes en el single que en el long-play. O en ediciones distintas del mismo long-play. Por supuesto, tenemos que tenerlos TODOS. Ya podemos ir a anotarnos a “Coleccionistas Anónimos.”`
Y ya en un grado de enfermedad avanzada de coleccionismo, está el caso de querer tener el mismo disco, ya no sólo en diferentes ediciones de un mismo país, sino en ediciones de varios países del mundo. Algunos coleccionan sólo los que tienen alguna leve diferencia: un sello distinto, un color algo más opaco o brillante en la portada o directamente una foto diferente del artista. Otros ya no les importa si es exactamente igual la edición del Album Blanco de Los Beatles de Italia que la de Portugal o la de Ingalterra. ¡Ellos quieren las tres! Y la de la India también…
Algo fascinante del coleccionismo musical es que cada formato que ha ido apareciendo a través del tiempo tiene sus propios atractivos para el coleccionista: la era del vinilo proporcionó miles de motivos, porque por un lado tuvimos los discos de pasta o como se dice en España, de pizarra, de 78 rpm; luego los mini-álbumes de 10” que traían por lo general cuatro temas por lado; después los long-plays de 12”, los singles de 45 rpm, los EPs, Extended Plays, que en la Argentina se conocieron siempre como “dobles”, generalmente con portadas ilustradas y luego -ya en la última edad de oro del vinilo, la del punk y la música Disco- los singles de 12” pulgadas con mixes diferentes o versiones extendidas de hits masivos.
Estamos de acuerdo en que el Compact Disc es mucho menos glamoroso a la hora del coleccionismo y sin embargo, la llegada del CD trajo aparejado un nuevo sistema de valores para los coleccionistas porque, para empezar, como ofrecía una duración que era más del doble de la del disco de vinilo, uno de los argum
entos que nacieron junto con el CD fue el de los bonus tracks, que venían a complementar el álbum original. Así, álbumes que durante décadas tuvieron la misma cantidad de canciones se vieron aumentados con versiones alternativas de esos mismos temas, versiones en vivo, lados B de simples o canciones de EPs que nunca habían salido en forma de álbumes y demás delicias que hicieron que comprásemos otra vez (¡y hasta varias veces más!) una obra que –esencialmente- ya teníamos. Es más, la llegada del CD, su menor tamaño y practicidad, originó el concepto de The Box, o sea, la caja de varios Compact Discs que ha sido utilizada para realizar antologías de un artista, en ocasiones con multitud de temas inéditos, y en la mayoría de los casos con lujosos libretos explicativos con más y más y más datos para acumular en el CPU cerebral del coleccionista que se precie.
Obsesivos, monopolizadores de charlas, enciclopédicos, retentivos anales, los coleccionistas musicales coleccionan también –esto sin proponérselo- los más variados epítetos de parte de los que, claro, no han sido picados por este particular bichito. Pero, en última instancia, la vida es demasiado corta y abundante en Waterloos cotidianos como para negarse placeres que, aunque enflaquezcan la cuenta bancaria, estimulan el placer de estar vivos. Eso sí, no me pregunten cómo se coleccionan MP3…
Diario Clarín, Buenos Aires
12 de agosto de 2009
Coleccionistas Obsesivos, ¡el cielo es el límite!
Alfredo Rosso
un disco nunca fue un objeto que llegaba a tus manos simplemente como resultado de una transacción comercial: siempre es un talismán mágico, un pasaporte al aura de otras personas que le aportan color a tu vida, una ventana abierta a su mundo, que en cierta manera es también el tuyo, visto desde otra óptica. Y como esos cuentos que nos contaban de chicos antes de dormir, o como esas series de superhéroes de las que no queríamos perder ningún capítulo, lo mismo nos sucedió con los artistas que admiramos. Después de “Por Favor Yo” (con mala traducción y todo…) quisimos tener “Con Los Beatles” y “Yeah Yeah Yeah – Anochecer de un Día Agitado” y “Beatles For Sale” y “¡Socorro!” y “Rubber Soul” y así hasta “Let It Be”. Y eso que se daba con los Beatles a otros les pasó con Led Zeppelin, con Los Piojos, con Pink Floyd, con los Redonditos… La cuestión que está detrás de cada compra compulsiva no es meramente el completismo, sino la curiosidad, la capacidad de asombro que quiere seguir ensanchándose: ¿Qué nuevas historias tienen para mí? ¿Qué nuevos comentarios sobre la vida de gente como yo, sobre el mundo en el que vivo, sobre las cosas que me gustaría cambiar, sobre las cosas que me gustaría que sigan siendo así? ¿Qué nuevos sonidos y éxtasis invictos me depararán?
Pero esa, claro está, es la parte más obvia del coleccionismo: querer tener todos los discos de un artista determinado, que es como querer tener todas las novelas de determinado autor o ver todas las películas de determinado director. La siguiente fase es pregutarnos ¿cuándo se pasa a ser un coleccionista sin remedio? Bueno, algunas pistas: cuando uno decide comprar ese single cuyo lado A está en el álbum que ya tenemos, ¡pero tiene un lado B inédito!. O tiene funda ilustrada. O tiene un comentario especial y único. O todas esas cosas a la vez. O cuando uno comprueba que, de un mismo tema, hay versiones diferentes en el single que en el long-play. O en ediciones distintas del mismo long-play. Por supuesto, tenemos que tenerlos TODOS. Ya podemos ir a anotarnos a “Coleccionistas Anónimos.”`
Y ya en un grado de enfermedad avanzada de coleccionismo, está el caso de querer tener el mismo disco, ya no sólo en diferentes ediciones de un mismo país, sino en ediciones de varios países del mundo. Algunos coleccionan sólo los que tienen alguna leve diferencia: un sello distinto, un color algo más opaco o brillante en la portada o directamente una foto diferente del artista. Otros ya no les importa si es exactamente igual la edición del Album Blanco de Los Beatles de Italia que la de Portugal o la de Ingalterra. ¡Ellos quieren las tres! Y la de la India también…
Algo fascinante del coleccionismo musical es que cada formato que ha ido apareciendo a través del tiempo tiene sus propios atractivos para el coleccionista: la era del vinilo proporcionó miles de motivos, porque por un lado tuvimos los discos de pasta o como se dice en España, de pizarra, de 78 rpm; luego los mini-álbumes de 10” que traían por lo general cuatro temas por lado; después los long-plays de 12”, los singles de 45 rpm, los EPs, Extended Plays, que en la Argentina se conocieron siempre como “dobles”, generalmente con portadas ilustradas y luego -ya en la última edad de oro del vinilo, la del punk y la música Disco- los singles de 12” pulgadas con mixes diferentes o versiones extendidas de hits masivos.
Estamos de acuerdo en que el Compact Disc es mucho menos glamoroso a la hora del coleccionismo y sin embargo, la llegada del CD trajo aparejado un nuevo sistema de valores para los coleccionistas porque, para empezar, como ofrecía una duración que era más del doble de la del disco de vinilo, uno de los argum

Obsesivos, monopolizadores de charlas, enciclopédicos, retentivos anales, los coleccionistas musicales coleccionan también –esto sin proponérselo- los más variados epítetos de parte de los que, claro, no han sido picados por este particular bichito. Pero, en última instancia, la vida es demasiado corta y abundante en Waterloos cotidianos como para negarse placeres que, aunque enflaquezcan la cuenta bancaria, estimulan el placer de estar vivos. Eso sí, no me pregunten cómo se coleccionan MP3…
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